Los
juzgados son edificios únicos - funcional y simbólicamente- en las ciudades y
desde muy antiguo están estrechamente unidos al desarrollo cultural de éstas.
En tanto edificio público, un tribunal de justicia constituye la representación
física de la institución que alberga. En el caso del edificio proyectado objeto
de este comentario, la justicia de familia.
Esos volúmenes entregan forma al sentido que la comunidad tiene del
orden y de la justicia. Los edificios de tribunales han sido históricamente
puntos focales de las ciudades, y, muy a menudo, su instalación genera en
derredor suyo, espacios públicos o cívicos que resultan centrales para la vida
cotidiana de la comunidad. Cuando las ciudades y las comunidades tienen
espacios cívicos significativos, los ciudadanos tienen un fuerte sentido de comunidad
y de identidad; por el contrario, cuando se carece de tales espacios, la gente
se siente menos conectada entre sí y con las instituciones del estado. Un
ejemplo de esto, en sentido positivo, lo constituye el despliegue de una serie
de edificios del Chile Atiende, que logran exitosamente acercar una serie de
trámites burocráticos al espacio donde se habita, lo que equivale a un
acercamiento del estado al nivel local.
Hoy resulta tragicómico,
una rareza que haría las delicias de Freud o Foucault, que justo enfrente del
edificio donde funcionan los juzgados de familia de Santiago, funcione el
llamado mall del sexo, y que jueces, litigantes y litigados deban transitar
entre prostitución, migrante y nacional.
A sólo una cuadra de la Plaza de Armas el mensaje de deterioro y menosprecio
cívico resultan insoslayable y contundente y ninguna retórica de autoridad –
gubernativa o judicial- puede disminuir
la sensación que perciben los concurrentes a este edificio en semejante
contexto. Ese menosprecio resulta violento cuando hablamos de víctimas de
violencia intrafamiliar que deben transitar
esperar en los mismos espacios y pasillo, esa indolencia institucional
es coherente con lo que hemos denominado “la ilusión de la protección” cuando
la magistratura que debe proteger los derechos de niños vulnerados los ubica,
para espera, en salas inidóneas, o permite que ingresen, para deleite de la
prensa, a la vista de todos, luego de haber sido detenidos, en suma, cuando la
judicatura se torna cómplice de la vulneración de derechos. Todo eso a $70
millones al mes el arriendo.
En ese contexto,
la noticia del desarrollo de un nuevo edificio para los juzgados de familia de
Santiago constituye una oportunidad para repensar a la justicia de familia en
medio de la ciudad, para darle el espacio que se merece, uno que no debiera ser
de entidad más disminuida que la justicia penal. Proceso reflexivo que debiera
encararse no sólo de modo autista por la judicatura (Corporación Administrativa
del Poder Judicial) como si los edificios públicos, como si los tribunales sólo
importasen a los jueces y juezas y a los funcionarios judiciales. Muy por el
contrario, y en línea con la retórica de participación del actual presidente de
la Corte Suprema, y de sus dos antecesores, este nuevo edificio debe responder
preguntas que están en los labios y mentes de numerosos ciudadanos.
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