Cuando las burbujas de la celebración por el
campeonato se han ya desvanecido puede ser un buen momento para volver sobre
una de esas imágenes de terrible belleza que nos dejó ese pequeño interregno de
los sueños entre el momento en que Sánchez lanzó su insólito penal hasta que Bravo
levantó la copa.
La estampa habitual de la celebración está
poblada por jugadores sin camiseta, ojos llorosos, abrazos eternos, chilenismos
a toda pantalla, etc. Pero de repente, camarógrafos más habilosos que sus
directores, empezaron a mostrar que en
uno de los arcos del Estadio Nacional un grupo de niños jugaba una republicana
pichanga.
A partir de esa imagen me parece interesante realizar
cuatro comentarios.
1. Nada más republicano que una pichanga con
desconocidos. Desde muy temprana edad aprendí en la plaza del roto chileno que había
reglas que se respetaban sin necesidad de un adulto cerca, eran reglas orales,
eran reglas obedecidas por amigos, por desconocidos y por no tan amigos. Jugar
con desconocidos a la pelota es entregarnos a un placer intenso sobre la
seguridad de un suelo común de creencias compartidas. Y, como no podía ser de
otro modo, en esa pichanga en un lugar emblemático corrían niños y niñas, reconociendo
así ese ingreso del 50% del país a las canchas. Nada raro en eso. Y eso es raro
en un país donde aún es raro que el 50% del país esté ausente de paneles de discusión,
o subrepresentado en el gabinete conformado por una presidenta mujer, o
desigualmente representado entre los líderes de todo el estado y la sociedad civil.
Esa naturalidad de jugar a la pelota niños
niñas es un rasgo que atraviesa hoy las canchas del país. En el equipo de
mi hijo pequeño la arquera, la gran arquera, es mujer. Él va a crecer sin que
sea un tema para él la presencia de mujeres porque desde sus primeros partidos
han estado ahí, en la cancha, como en esa pichanga en el nacional.
2. Pero también la presencia de esos niños
nos hablaba de sus padres. De esos nuevos campeones, que en su momento de
triunfo los buscan afanosamente para que los acompañen en fotos, en levantar trofeos,
en recibir medallas. En nuestra patria de huachos no es poco. Son padres
reclamando que antes de futbolistas y campeones son padres. Son padres asumiendo
que gestos que la construcción social asignó históricamente a las madres (llorar,
abrazar, consolar) son también gestos de padres. Son padres presentes en las
vidas de sus hijos que reclaman su lugar en la foto. Esta celebración nos ha
regalado nuevas imágenes de hombría y triunfo. No son ya voluptuosas modelos
las que acompañan a los que posan en el podio. Son niños, son hijos.
3. Entre los abrazos, la pichanga, las lágrimas,
la vuelta olímpica, hubo una imagen que sólo días después se logró terminar de desentrañar.
Unos niños en la cancha consolando al abatido Messi. Dicen que le dijeron que
seguía siendo el más grande. Dicen que le pidieron una foto. Todos vimos que lo consolaban con cariño con
una mano. Un niño que consuela y acaricia nos dice mucho de sus padres y
entorno. Nos cuenta que ha sido cuidado, acariciado, consolado, que ha
aprendido de esas manos que sus pequeñas manos poseen poderes especiales. Niños
en la cancha y consolando.
4. Un comentario final tiene que ver con el espacio
adulto y el espacio infantil. Con repensar
los momentos desde ópticas infantiles. Lo infantil es aún sinónimo peyorativo de
básico, de mínimo, de irracional. “Tu argumento es infantil” no quiere decir
otra cosa que no existe como argumento racional. Una celebración deportiva, la
más grande de nuestra historia, no se vio empañada sino engrandecida por la
presencia de niños en un acto en que no habían sido pensados. Ésa es la regla no
escrita de nuestras ciudades y calles, de nuestros edificios e instituciones. Y, por cierto, pensar en los niños no es
hacer morisquetas ni hablar como tía de parvulario, como ya “31 minutos” enseñó hace más de una decena
de años. Pensar las celebraciones, los espacios desde los niños es abrir
espacio a que sus mundos se entrelacen con los nuestros. Unos niños en la
cancha metieron ese gol.
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