Uno
de los problemas serios que presenta hoy la justicia de familia es la excesiva
heterogeneidad de prácticas judiciales, que abarca desde requisitos de
admisibilidad no escritos hasta verdaderos estatutos probatorios judiciales. Lo
que en un tribunal se hace de una manera, en el piso de abajo se considera
anatema. Peor aún cuando esas divergencias de prácticas ocurren al interior de
un mismo tribunal.
La
heterogeneidad, por cierto, en ciertos rangos, es inherente a un sistema de
jueces independientes. Cada uno puede, y debe, construir estándares que llenen
de contenido a nivel del caso concreto único y específico delante suyo, lo que
el legislador ha regulado en abstracto a nivel general. Pero ese proceso interpretativo
debe hacerse sin echar al olvido los viejos principios de igualdad ante la ley,
de prohibición de arbitrariedad judicial, de publicidad, de legalidad como
fundamento y límite de la actuación de los funcionarios públicos, incluidos los
judiciales, etc.
Una
cuestión especialmente delicada en esta exuberancia selvática de prácticas
judiciales, la constituye cierta tendencia a construir un estatuto probatorio
desde el estrado.
Dos
son las prácticas que quiero comentar. Una, la exclusión ex ante de pruebas a
rendir.
“Yo
no acepto prueba testimonial sobre cuidado personal”, expresó con sorprendente
claridad y aplomo una jueza en audiencia preparatoria, antes de que las partes
comenzaran a enunciar siquiera sus probanzas. Son varias las juezas que comparten esta
posición. No se entregan razones, por cierto, en ese momento. Ni se cita
tampoco algún acuerdo del comité de jueces que ofrezca algún barniz de
formalidad a esa decisión.
¿Alcanza
tan amplio margen la potestad judicial?
Por
supuesto que no.
En
primer lugar, esa negativa ex ante carece de regulación normativa. El sistema
de juicio oral se funda en la amplia libertad de las partes para rendir prueba
en el entendido que el derecho a la prueba es un elemento constitutivo del
debido proceso. De ahí que las facultades judiciales de exclusión de prueba
-que son básicamente similares en la justicia penal y en la de familia- son
normas especiales y restrictivas de derechos fundamentales, lo que, por tanto, exige
una interpretación restrictiva sin posibilidad de analogía en su lectura.
En
segundo lugar, con posterioridad a la entrada en vigencia en junio del 2013 de
la Ley Nº 20.680 –que modifica cuestiones vinculadas al cuidado personal de
hijos de padres separados- dicha negativa es particularmente errónea vinculada
a juicios sobre cuidado personal.
En
efecto, el nuevo artículo 225-2 contiene diez nuevos criterios para la
determinación judicial de si el padre o la madre detentarán el cuidado personal
del hijo común. Varios de estos criterios es imposible que puedan ser
verificados por un perito –por competente que sea- con dos o tres entrevistas
de una hora aproximadamente. Denegar valor a quienes han visto por años cómo se
relacionaban hijos y padres, o las aptitudes de éstos, o la interacción entre ellos,
negarles voz, digo, es una grave equivocación que priva al jurisdicente –y a
sus superiores jerárquicos- de información valiosa para decidir una de las
cuestiones más complejas en justicia de familia. Dicho de otro modo, la
exclusión ex ante de prueba testimonial sobre cuidado personal no sólo carece
de sustento normativo sino ignora la reciente reforma legal que justamente
exige, en materia de cuidado personal, prueba idónea para dotar al sentenciador
de la mejor información posible y por el tipo de criterios que el legislador
–siguiendo la ley catalana- ha construido, la testimonial resulta una prueba
especialmente pertinente.
En
tercer lugar, el sistema de exclusión de prueba –que, repetimos, es idéntico en
su formulación positiva al del sistema penal- discurre sobre la lógica de
causales de exclusión precisamente explicitadas, sobre las que los tribunales
superiores han construido ya una cierta jurisprudencia respecto a su
interpretación en materia penal. La ley ha indicado el momento en que se procede
por el tribunal a esta exclusión. Y el tribunal debe, entonces, ofrecer razones
de su decisión que permitan su controversia o aceptación, no puede simplemente
expresar una voluntad sin argumentos porque éste deviene por ese acto en
arbitraria, esto es, carente de razones, como ha dicho la Corte numerosas
veces. Esas razones deben cuidadosamente enlazar las causales normativas con
proposiciones fácticas. No hay espacio, en nuestro sistema legal, para las
preferencias personales de los jueces. Las decisiones sobre exclusión de prueba
no pueden consistir exclusivamente en alegaciones jurídicas que no se hilvanen
con el objeto del juicio ni con los hechos de la causa. Exigen, por así
decirlo, un fundamento en concreto, no en abstracto.
Una
segunda práctica, que he observado en algunos tribunales, es decidir el juez el
orden de las probanzas. “En esta y la siguiente audiencia vamos a recibir toda
la pericial. En las siguientes, toda la testimonial”.
Por
cierto la Ley de Tribunales de Familia le entrega a la judicatura facultades de
conducción de las audiencias (artículo 26 bis)[1]
pero estas potestades no son tan amplias como para permitirles indicarles a las
partes el orden en que deben presentar sus probanzas.
Inmiscuirse
en ese coto es alterar la regla establecida en el artículo 64[2]
que establece explícitamente la facultad de las partes de fijar el orden de sus
pruebas, lo que se hará según la teoría del caso. Es decir, hay razones de
texto positivo que no le entregan al juez de familia la facultad de fijar el orden
de las pruebas.
Pero
aun más, esa regla es indispensable para configurar una adecuada defensa
técnica del caso. El derecho a defensa es inherente a la garantía constitucional del debido
proceso, al punto que sin defensa no hay, estrictamente, debido proceso. Y es
inherente porque el litigante debe ser autónomo para poder estructurar su
argumento y articular el orden de las pruebas que va a rendir es justamente la
forma en que se desarrolla un argumento en sede de juicio oral. Si la
judicatura, o quien sea, ordenan la forma de presentación de la prueba lo que
están haciendo es alterando el desarrollo del argumento y restándole autonomía
en esa tarea al defensor.
Cosa
distinta, por cierto, es que el tribunal abra un espacio de conversación en que
las partes alcancen libremente acuerdos en términos operativos. Pero es
indispensable que es ningún litigante sea forzado a un cierto orden en el
desarrollo.
El
artículo 26 bis debe leerse junto al artículo 64, no en vez de éste.
Así,
ambas prácticas exhiben una gruesa incomprensión de las exigencias de un debido
proceso para un juicio oral.
[1] Artículo 26 bis.- Facultades
del juez en la audiencia. El juez que preside la audiencia dirigirá el debate,
ordenará la rendición de las pruebas y moderará la discusión
[2] Artículo 64.- Producción de la prueba. La prueba se rendirá de acuerdo al
orden que fijen las partes, comenzando por la del demandante. Al final, se
rendirá la prueba ordenada por el juez.
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