Luego de un largo trabajo de 10 años, en noviembre
de 1989 –un año en que tanto cambió en el mundo y en nuestro país- la Asamblea
General de Naciones Unidas aprobó el texto de la Convención Internacional de
Derechos del Niño. Lo que siguió fue una sorpresa pues se convirtió en el
tratado de derecho humanos de más universal aceptación. Sólo Estados Unidos y
Somalía no lo han ratificado, aunque Estados Unidos participó activamente en su
elaboración, y esta omisión es una de los compromisos de campaña del presidente
Obama en que quedará al debe.
La primera década estuvo marcada en el mundo por la
difusión de la noción del niño como sujeto de derechos, su visibilización y
protección desde el lenguaje de los derechos
y no sólo de la protección benevolente. En nuestro país este proceso fue
singularmente lento. A fines de los 90
un fallo de Corte de Apelaciones de Temuco hablaba de la Convención como
portadora de disposiciones programáticas y quienes fundábamos en ella nuestros
alegatos teníamos que explicar que era parte del ordenamiento jurídico a través
del DS Nº 830 de Relaciones Exteriores. Incluso, a veces, debíamos entregarles
a jueces y ministros textos de la Convención.
Hoy la situación es muy distinta pero, me parece,
estanos a medio camino entre dos miradas que malentienden la Convención y el
paradigma de los derechos del niño.
Por un lado, es innegable que existe un discurso
institucional y cultural los derechos del niño. La duda es si hay más que sólo
eso. Los discursos, es sabido, son baratos, hacen sentir bien al que los dice y
al auditorio. Ayudan a construir realidad pero no bastan. Creo que en el
momento actual, un uso meramente discursivo de los derechos del niño, tiende a
inmovilizar procesos críticos y a contentarse con aguadas exhortaciones, ampulosas
declaraciones de principios, posters y afiches coloridos, mientras las
prácticas institucionales se quedan atrás. Tomarse en serio los derechos
requiere contar con mecanismos de exigibilidad, de reclamo. Lo otro es
fraseología progre. Ese es un polo de peligro.
Al otro lado, en cambio, percibo una riesgosa
idealización de los derechos del niño. Parecen creer algunos y algunas que,
cuando contemos con una ley de protección o garantía de los derechos del niño,
con un defensor de los derechos del niño, con un sistema integral de protección
a la infancia, etc., recién entonces no morirán niños a balazos en las
poblaciones, los niños mapuches serán respetados por las policías, el sistema
de salud ofrecerá respuesta para la salud mental infantil, etc. Una cierta
utopización de los derechos del niño como panacea a los males del modelo. Eso
no es correcto. No hay atajos en los proceso de mejora de las condiciones de
vida, y además, el derecho juega un rol necesario, pero nunca suficiente, para
el cumplimiento efectivo de los derechos que el estado comprometió hace 24
años. Por cierto que necesitamos esas
reformas institucionales pero ella no deben distraernos de los proceso de
cambio cultural que hoy es necesario impulsar a nivel micro, a escala barrial,
de programa, de escuelas, de sala de clases.
Tomarse en serio los derechos de los niños nos exige
tomar distancia crítica de esos polos de riesgo para trabajar hoy por el
derecho de los niños a ser oídos en toda decisión administrativa, colegial,
judicial que les afecte. Exige estar atentos a que el interés superior del niño
no devenga en una muletilla que se asperja sobre decisiones adulto céntricas.
Nos desafía a respetar la autonomía de niños y niñas en conformidad a sus
etapas de desarrollo. Para estas cuestiones –por mencionar tres aspectos
centrales de la Convención- ni los
discursos ni las leyes son suficientes. Tomarse en serio los derechos de los
niños y niñas constituye un desafío al alcance de nuestras manos.
Fuente: El Quinto Poder
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