Emilio García Méndez, experto argentino en
infancia, suele repetir en sus conferencias que en materia de infancia, los
mayores desastres han ocurrido en nombre de las buenas intenciones. Por
supuesto, no quiere decir esto que una media sonrisa cínica sea la única forma
de trabajar por los derechos del niño. Más bien, Emilio quiere alertar sobre
levantar, siempre, el velo amable del discurso bienpensante para escrutar
rigurosamente los medios con que se pretenden alcanzar objetivos siempre
nobles.
Recuerdo a García Méndez al leer la noticia sobre el anuncio de la
reforma a la ley de adopción. Mi primera reacción es de mucha alegría, la
segunda reacción, en cambio, tiene algo de recelo.
Es imposible no alegrarse ante los problemas de una ley que ha evidenciado
sus numerosos problemas con portadas mediáticas cada dos años, pero que,
semanalmente, genera dificultades a los actores del sistema. La ley actual es
de 1999 y Sename, desde el gobierno pasado y con colaboración de la agencia
alemana GTZ, ha venido estudiando un proyecto de mejoramiento. Los problemas
son tanto para aquellos niños que ven entorpecido su derecho a crecer en un
ambiente familiar, aunque no sea el de su familia de origen, como para quienes
estiman que existe aun una familia de origen que puede hacerse cargo del niño
pero que el estado ha elegido omitir, silenciar o derechamente ignorar, por
cierto, a través de sofisticados procedimientos.
La reacción de recelo ante el anuncio –habrá que esperar el texto del
proyecto para un análisis serio- tiene que ver con varias gruesas omisiones en
las palabras de las autoridades.
La primera omisión es no hacerse cargo de la institucionalidad para la adopción.
Un departamento con cuarenta profesionales, hacinadas en un piso, no es la
forma institucional de gestionar un sistema moderno, más allá de los esfuerzos
y talento de un comprometido equipo. Tampoco lo es que dependa de la misma
autoridad a cargo de los hogares. Lo que corresponde para abordar seriamente la
adopción es construir una órgano público (un consejo nacional), distinto a
Sename (el actual o el enchulado del proyecto en trámite en el congreso),
dependiente del ejecutivo, por cierto, pero con recurso propios –aumentados- y
presencia nacional. Nada de eso se anunció, nada de eso, creo, se proyecta.
Una segunda preocupación tiene que ver con los actuales hogares y
residencias de dónde provienen los niños que son dados en adopción. Mientras no
cambien radicalmente su funcionamiento (y esto exige mayores recursos que los
que actualmente se entregan), declarar que “hemos trabajado con la familia y no
resultó” no pasará de una fraseología retórica destinada a tranquilizarnos pero
carente de evidencia. La forma en que funcionan, en la práctica, los hogares
con los cerca de doce mil niños que anoche durmieron allí, es precaria, mínima
y carece de un trabajo serio de acercamiento a la familia, o de fortalecimiento
familiar, en la jerga de Sename. Hablar de mejorar la ley de adopción sin
mejorar el trabajo con las familias de los doce mil niños en hogares es una
falacia peligrosa.
Para finalizar, una tercera preocupación -que ojalá me fuera severamente
corregida- es que este anuncio parezca responder a la conmoción generada por el
mal manejo de un tribunal y de un equipo regional de Sename en el caso del
carabinero, y no responsa a un estudio con bases empíricas del funcionamiento
del sistema. Quizá se ha hecho y yo lo desconozco. Me refiero no a un informe
que efectué el propio Sename sino, por cierto, a un estudio independiente.
Mientras estas preocupaciones no sean despejadas, el anuncio de mejoras
a la ley de adopción no será sino una más de las buenas intenciones que en
materias de infancia pueblan Sudamérica.
Fuente. El Post
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