Francisco
Estrada V.
Profesor
de Derecho, Universidad Autónoma de Chile
El libro jurídico parece condenado a oscilar entre Escila
y Caribdis. Por un lado, el ninguneo despectivo respecto de todo lo jurídico,
lo “leguleyo”, de las lecturas largas y técnicas, de los escritos que exigen un
cierto tipo de lector. Y por el otro lado, un cierto aplauso acrítico, organizado
para no leer (como apuntó Gabriel Zaid en una columna del 2002 en la Letras
Libres) pero rápido para derrochar halagos que eximan del trabajoso proceso de
lectura.
El libro jurídico necesita recuperar su sitial arrebatado,
a punta de indicadores métricos, rankings universitarios y puntajes para
concursos, por los papers.
Para ello requiere construir espacios de conversación en
torno a él. Como los libros “comunes y corrientes”, el libro jurídico es parte
de una industria cultural que posee una dimensión material necesaria para la
vida intelectual: se necesitan librerías y libreros creativos. No hay en las escasas
librerías jurídicas iniciativas de vida cultural semejantes a las que han desarrollado
exitosamente librerías como Metales Pesados, Lolita o las Qué Leo. Se necesita mayor
esfuerzo en el diseño. Basta mirar al mercado anglosajón para entender que un
libro jurídico puede tener una portada trabajada y atractiva. Se necesita una
industria editorial que permita conversar con los números encima de la mesa y
que sincere las ventas.
También las universidades pueden aportar con líneas editoriales
que aborden aspectos menos atractivos para el mercado o que incentiven la
investigación de sus estudiantes de pre y postgrado publicando las tesis mejor
evaluadas.
El libro jurídico es indispensable para la democracia. La
mejor muestra es el florecimiento de publicaciones a la sombra del proceso
constituyente. Pero es necesario, particularmente, porque la argumentación jurídica,
tanto de litigantes como de jueces, exige ser apoyada en estudios, discusiones,
investigaciones, exámenes comparativos de jurisprudencia, etc. Sin ese soporte
vital los alegatos y las sentencias deben desarrollarse en un páramo desolado.
De ahí, p. ejemplo, que resulte evidente la relevancia de
un libro que es citado por nuestros tribunales superiores. Pero, hoy por hoy ¿quién
lleva ese conteo? ¿qué puntaje asigna el Fondecyt a esta cita? ¿qué estímulo dan
las editoriales o las universidades a un autor que consigue ese logro?
Ni hablar de evaluar las publicaciones jurídicas desde el
enfoque de género –cuántas autoras, qué temas-, o desde el territorio –presencia
de autores y temas regionales-.
Un buen libro siempre es parte de la conversación universal
y el libro jurídico debe poder participar en ese diálogo con el reconocimiento
a la relevancia que posee.
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